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Cuentos de trasgos.Ixvitmínklé



Por Roberto F. Vallbona


Hoy toca compartir con todos vosotros #betatesters, fans del Club M.A.N.T.R.A un maravilloso cuento creado por nuestro querido Roberto F. Vallbona. Sí, habéis leído bien, “Rober“ además de ilustrar, ser docente y hacer de los talleres un auténtico show del conocimiento (algunos ya habéis mencionado que sus saberes podrían equipararse a los que tiene Google almacenados), pues escribe y muy bien. Juzguen ustedes mismos:



Ixvitmínklé era un trasgo pequeño. Entendámonos, los trasgos son todos pequeños comparados con un ser humano de tamaño medio, pero él era especialmente pequeño incluso para el tamaño trasgo habitual. Además de su altura, también era el menor de nueve hermanos, lo que le había convertido en objetivo habitual de collejas, pellizcos, mordiscos y demás muestras de afecto típicas entre los de su raza.

Aun así, Ixvitmínklé mostraba un carácter alegre aunque un tanto peculiar. En lugar de gustarle las cosas normales de trasgo, como romper cacharros, explotar cacharros, coger cacharros y estrellarlos contra otros cacharros… Lo que realmente le gustaba era que le contasen historias. Siempre que los adultos volvían de trasguinear, (trasguinear era la actividad laboral principal de la Ciudad Trasgo y englobaba tareas tan diversas como el pillaje, la destrucción, provocar el caos y molestar en general), les suplicaba que le describiesen todo lo que habían hecho con pelos y señales. Los de su especie que, todo sea dicho, no son muy dados a la retórica, se hacían los sordos, disimulaban y, los menos sutiles, le tiraban cualquier cosa que tuviesen a mano para espantarlo.


El padre de Ixvitmínklé siempre se enfadaba y le decía que más le valía ponerse a romper algo si quería ser un trasgo hecho y derecho y que se dejase de tantas preguntas o acabaría pareciendo un historiador. Aclaremos que, entre los trasgos, un historiador no era visto como alguien erudito y de importancia, era más bien… Un indeseable. Digamos que la lectura y la escritura se consideraban artes ocultas dignas de las mentes más depravadas y viciosas.





A pesar de todo, Ixvitmínklé no hacía caso. Seguía intentando que le contaran todas las historias y aventuras posibles y después le gustaba disfrazarse como los protagonistas y jugar a revivirlas una y otra vez. Sus padres, muy preocupados, le llevaron a un famoso psicólogo trasgo que intentó las más avanzadas técnicas terapéuticas para hacerle entrar en razón: sanguijuelas de los Lodazales Pútridos, echarle cubos de agua helada por la cabeza, más sanguijuelas, colgarle boca abajo para que le llegase la sangre a la sesera, algunas sanguijuelas más, cosquillas en los pies con plumas de mantícora (que hacen 17 veces más cosquillas que una pluma normal), unas sanguijuelas diferentes que encontraron en un cajón mientras buscaban otra cosa… nada funcionó. Lo único que consiguieron fue que Ixvitmínklé anduviese una temporada mareado debido a la succión masiva de sangre.




Hete aquí que un día, Ixvitmínklé correteaba por la ciudad representando la historia de Zazzwif el Orondo, que derrotó a un ogro en un concurso de comer pasteles de alimaña, (en realidad sólo quería comer pastel y eligió ese cuento para convencer a su madre de que necesitaba uno a modo de atrezo), cuando una misteriosa voz le llegó desde un callejón.


—Psst, psst, el del pastel.


El que hablaba era un viejo trasgo cuyo rostro cubría una enorme y sucia capucha. Ixvitmínklé se sobresaltó puesto que tenía una voz muy chirriante, algo así como cuando se araña el plato con un tenedor, lo cual le produjo escalofríos. Tras aclararse un poco la garganta, el extraño continuó hablando con una voz aún aguda, pero dentro de los estándares normales de un trasgo.


—Me llamo Daäsvreed y pertenezco a la muy muy secreta orden de los Libureros Trasguesianos.


—¿Olivareros de qué? —El pequeño trasgo le miró mientras algunos restos de pastel le resbalaban por la barbilla.

—¡¡Libureros, cerebro de gnomo!! ¡¡LI-BU-RE-ROS!! ¿Acaso no sabes lo que es un líburo?


–Mire señor, habla usted muy raro y yo tengo otras cosas que hacer — contestó el joven trasgo girándose para seguir a lo suyo.


—¡Espera, espera, te puedo contar muchas historias nuevas! —El anciano alargó una huesuda mano hacia Ixvitmínklé en actitud suplicante. —Los líburos son objetos misteriosos hechos con piel y papel y llenos de símbolos llamados léteras, que cuando se unen cuentan historias.


—¿En serio? —El joven se paró en seco ante esta nueva información —. ¡A mí me encantan las historias! Siempre intento que me cuenten más y más.


—Si vienes conmigo podrás conocer más de las que nunca hayas llegado a imaginar con esa cabeza rellena de pastel.


—Un momento, un momento, ¿esto no será un truco para raptarme y venderme en los bajos fondos?

—En esta ciudad todos los fondos son bajos fondos. Además, todos los habitantes se hacen los locos cuando estás cerca y te evitan, ¿a quién le iba a interesar comprarte?


Ante ese argumento irrefutable, Ixvitmínklé se encogió de hombros y aceptó seguir al extraño viejo de voz chirriante.


Caminaron por travesías estrechas, recorrieron oscuros callejones y culebrearon por angostos huecos en muros. En un momento dado, atravesaron un salón en el que una familia comía ruidosamente, cosa que dejaron de hacer en cuanto les vieron aparecer, quedando paralizados por la sorpresa. Ixvitmínklé y el anciano saludaron tranquilamente como cuando te cruzas con un conocido por la calle y salieron por otro hueco oculto detrás de uno de los muebles de la casa. Obviamente en cuanto se fueron, los trasgos retomaron su pitanza como si nada hubiese pasado (ya hemos dicho que no eran muy dados a hacerse preguntas). Después de caminar y caminar por los más pintorescos lugares, llegaron a una plaza en la que se alzaba un enorme y antiguo edificio. Curiosamente ninguno mencionó que esta plaza estaba a unos pocos pasos de donde se habían encontrado la primera vez.


—Uaah, ¿ahí están todos esos líburos de los que habla?


Ixvitmínklé alzó la vista ante la enorme edificación. El anciano, alargando el brazo, cogió al pequeño trasgo por el mentón, le bajó la cabeza, le giró la cara unos treinta grados, ajustó un poco la posición y le dirigió la mirada a una casucha semiderruida situada junto a la enorme construcción y, pesaroso, pronunció un escueto:

—No. Es ahí.


Un poco decepcionado, el joven entró en la ruinosa choza. No había gran cosa, una cocina, un par de sillas, una mesa destartalada, pero lo que le llamó inmediatamente la atención fue una trampilla en el suelo sobre la que colgaba un cartel en el que, escrito en grandes letras rojas, se leía:



ESTO NO ES LA ENTRADA 
SECRETA A LA ORDEN  
DE LIBUREROS TRASGUESIANOS