Han pasado unos sesenta días (día arriba, día abajo), desde que empezó este confinamiento. Y, aunque estamos resguardados en casa, paradójicamente nos sentimos fuera de nuestra zona de confort. Porque nuestra zona de confort, es más de exterior que de interior, más de explorar lo desconocido que de deambular una y otra vez entre las mismas cuatro paredes. Las emociones y sensaciones van cambiando y mutando pero, cada vez más, la ansiedad, los nervios van calando en nuestro ánimo. Os echamos de menos y tenemos muchas ganas de volver a estar con todos vosotros #betatesters.
Hemos estado observando las redes sociales desde nuestro refugio, como aguilillas ratoneras al acecho. En silencio, sin exponernos demasiado. En estos tiempos confusos y extraños, creemos que sois vosotros quienes debéis dictar el cuándo, el cómo y el qué de la vuelta al trabajo. También sentimos que son momentos de estar en casa con nuestras familias, disfrutando de ellas, pero también gestionando emociones, pensamientos, manejando la incertidumbre lo mejor que podemos. Quizás es la oportunidad de rescatar los cuadernos olvidados, escondidos dentro de cajas arrinconadas por casa y regresar a esos proyectos que se quedaron en standby o, incluso, generar algunas ideas nuevas para nuestros #betatesters.
Este tiempo (luego hablaremos del tiempo) nos ha pasado factura. Mario Benedetti escribió: “Cuando teníamos todas las respuestas, cambiaron todas las preguntas” y así nos hemos sentido, como si hubiésemos estudiado mucho para el examen equivocado. Hemos vivido una montaña rusa emocional en la que, de repente, amanecíamos con ganas de comernos el mundo y para después del desayuno lo único que queríamos era quedarnos tirados en el sofá sin hacer nada. Yo he vivido distintas fases emocionales que quiero compartir con vosotros, a ver con cuántos os sentís identificados:
-Primera: nada más levantarte, abrir la nevera y no parar de comer.
-Segunda: hacer ejercicio súper motivada, mientras limpias, recoges y ordenas todo el material para los talleres que tienes esparcido por casa.
-Tercera: la repostería. El azúcar, ese pecado que alivia cualquier mal, a cambio de instalarse cómodamente y por tiempo indefinido en las lorzas de caderas y zona abdominal.
-Cuarta: las dichosas videollamadas diarias que, al principio hacían gracia, pero a medida que pasan los días te hacen lamentar no vivir perdida en una cueva en mitad de ningún sitio. ¡Líbranos señor de este empacho tecnológico y guíanos de vuelta a nuestro estado natural! Necesitamos estar en el aquí y en el ahora, tocarnos, escucharnos, respirarnos y sentirnos, pero no detrás de una pantalla. ¡Ojalá podamos hacerlo pronto!
-Quinta: se te quita el apetito. No quieres hacer nada y te quedas tirada con tus kilos de más (dulce y malvada repostería) llenos de apatía.
-Sexta: ves las noticias, te obsesiona el BOE y, justo después de meterte en la cama, entras en un pozo de angustia insomne que te mantiene atrapada en tu propio estado de alarma.
-Séptimo: otra vez a tope, toca meditar, leer, hacer ejercicio, tonificar cuerpo y mente, sanar, sopesar las emociones… Pero oyes de fondo las previsiones del PIB y lo único que te viene a la cabeza es: ¿de qué voy a vivir?
-Octava: mientras te enfrentas a todo esto, no paras de recibir mensajes de tus queridos #betatesters: ¿para cuándo una reunión? ¿Hacemos algo? Me aburro mucho. Se me acaba la creatividad, necesitamos que vuelvas.
-Novena: por fin se puede pasear. Con horario de salida y de llegada. Toca explicarle a un bebé de dieciocho meses que, donde antes era “no abras la puerta de casa”, ahora es “podemos salir, pero sólo un poco” y no te quejes, porque menos da una piedra. Sus llantos empañan mi energía materna.
-Décima: se han ido sesenta días. Después de mucho tiempo en casa, refugiada con los tuyos, comienzas a ver la luz. Por desgracia, para muchos no sólo se han ido días, también se han ido familiares, amigos, gente querida de la que no se han podido despedir, a la que no han podido acompañar en sus últimos momentos. Entonces piensas que, para ti al final no ha sido tan malo, que te ha tocado la lotería y que ojalá siga tu fortuna.
También es cierto que a la vez que pasábamos por todos estos estados, hemos vuelto a arremangarnos y empezar a trabajar en un par de proyectos maravillosos con nuestros #betatesters a través de plataformas online. Orbis Sapiens, un podcast en el que los más curiosos hablan de todos aquellos temas que les interesan y apasionan. Y Talleres de vida o muerte, reuniones necesarias para quitarnos el mono creativo en la que cada día uno o varios de nuestros pequeños grandes sabios comparten sus saberes, haceres y placeres con el resto de nosotros. Además, he mantenido mentorías individuales online que, aquí una servidora, ya llevaba haciendo años antes de la llegada del coronavirus y que están destinadas a todas aquellas maravillosas criaturas que viven lejos pero aun así quieren compartir un rato de pensamiento divergente conmigo.
Dicho esto, de lo que realmente quería hablar hoy (antes lo he dicho, ¿alguien se acuerda?) es de una palabra que ha sido repetida hasta la saciedad durante este período. A unos les parece mucho, a otros poco; cuando lo tenemos, no sabemos qué hacer con él y cuando no, daríamos lo que fuera por un poquito extra. La paradoja de la pescadilla que se muerde la cola. Señoras y señores, con todos ustedes… El Tiempo.
Si ahora mismo os preguntase qué es el tiempo, ¿qué me contestaríais? Hace poco en una mentoría, una alumna me hizo esta misma pregunta. Yo le dije que no tenía una respuesta concreta, que tenía mis teorías y mis dudas, porque el tiempo es intangible, invisible y que, en realidad, es un constructo del ser humano creado como un elemento de control. “¿Qué crees que mide el reloj?” La pregunté dando por hecho que la respuesta obvia sería el tiempo. “Mide la vida y el movimiento de las personas en sesentenas”. Este saber que parecía provenir directamente de los sumerios (quienes inventaron el sistema sexagesimal de medición) me dejó boquiabierta, pero quedaba la guinda: “pero Violeta, lo más importante es que el tiempo se puede medir de muchas formas distintas al reloj”. Por supuesto adoro a esta alumna. Igual que adoro todas y cada una de las reflexiones que hacen los #betatesters en nuestras sesiones. Sus ideas y teorías, hacen que tengamos que poner a trabajar nuestros cerebros a potencia máxima.
Pues bien, siendo el tiempo una creación del ser humano, podríamos pensar que tenemos el poder de doblegarlo a nuestro antojo, sin embargo, antes de que este microscópico virus se colase en nuestras vidas sin llamar, uno de los mantras más repetidos era “no tengo tiempo para”. No tengo tiempo para hacer todo el trabajo. No tengo tiempo para preparar las clases como querría. No tengo tiempo para descansar. No tengo tiempo para estar con mi familia. No tengo tiempo para leer. No tengo tiempo para mí misma. Y si encima nos ponemos a repasar esa lista mental (que todos tenemos y lo sabéis) de cosas que quiero aprender o sueños que quiero cumplir, tendríamos que poner un NO TENGO TIEMPO PARA, en letras gigantes hechas de luces de neón.
El tiempo está en nuestras mentes y tenemos la capacidad de medirlo, atesorarlo, aprovecharlo e incluso perderlo. Cada uno de nosotros lo gestionamos de maneras distintas, ni siquiera diré mejores o peores, simplemente distintas. Tan legítimo es aprovechar cada minuto, como tomarte un día libre para no hacer nada y, precisamente, ha tenido que venir este virus a recordárnoslo, cayendo como un jarro de agua fría sobre nuestras vidas.
Es alarmante ver a familias, alumnos, compañeros, agonizando ante la falta diaria de tiempo. Es aún más grave, si cabe, negarles a los niños y adolescentes el tiempo para vivir el confinamiento a su manera, negarles la posibilidad de gestionar ese tiempo que les pertenece porque, como dijo mi alumna, el tiempo mide la vida y nuestra vida nos concierne a cada uno de nosotros. Es entonces cuando en mi cerebro de educadora surgen una serie de preguntas: ¿enseñamos en la infancia o la adolescencia a gestionar el tiempo? ¿Les concedemos el suficiente para que lo puedan dedicar a sus intereses, responsabilidades, rutinas y emociones (las grandes olvidadas)? ¿Se les concede tiempo para reconocer y asumir los cambios e incertidumbres derivados de este confinamiento?
Es bastante común estos días oír a compañeros docentes la coletilla “si ahora tienen todo el tiempo del mundo para hacer deberes y trabajos”. ¿Tiene alguna utilidad real obligarles a hacer tareas en su casa, cuando jamás se les ha concedido tiempo para realizarlas en el aula? ¿De qué sirve duplicar la carga de ejercicios, aparte de mantenerlos ocupados durante más tiempo mientras que el resto de la familia teletrabaja (y eso si tienen esa posibilidad)? Parece que nos sobrevuela el temor de que se pierda el aprendizaje significativo durante estos meses pero, ¿qué tal si reflexionamos acerca de si lo hubo en primer lugar? ¿Y si lapidamos ese dogma de la docencia de que enseñar sólo le pertenece al adulto y que no se puede validar dicha acción desde la mente maravillosa de niños y adolescentes? ¿Cómo es ahora la gestión del tiempo de un docente tras la pantalla y cómo la del alumno?
Bueno, creo que eso son un buen montón de preguntas, así que es justo intentar dar algunas respuestas. Einstein, aquel empleado de patentes que presentó un memorable artículo sobre la relatividad de tiempo y espacio, cambió el mundo. Al menos el mundo de la física, porque parece que el mundo de la educación hizo oídos sordos a la hora de administrar el tiempo en su campo. Vamos a intentar establecer nosotros algunos axiomas:
1. Los sucesos o acontecimientos que son simultáneos para una persona pueden no serlo para otra. Pongamos a ese docente que da una clase magistral, manda leer, estudiar y cree que su forma de comunicar y de pensar ha de reflejarse a imagen y semejanza en cada cerebro estudiantil. Por supuesto acciones como no leer, no estudiar o no escucharle son actos de rebeldía debidos a la pereza del alumno y, en ningún caso, responsabilidad suya. Podría ser interesante preguntarle a ese estudiante el porqué de sus acciones.
2. Si dos personas se desplazan la una respecto de la otra y miden un intervalo de tiempo o una longitud, puede ser que no obtengan los mismos resultados. El tiempo que el docente cree que tiene el alumnado es relativo y, desde luego, la gestión de este escapa por completo de cualquier organización imaginaria que exista en la mente egocéntrica y adulta de dicho profesor. Aún así seguimos dando palos de ciego, ahora tras la pantalla, dejando el problema en manos de las familias, que ya le han visto las vergüenzas al sistema educativo. Un sistema que ha de reformular esa organización del tiempo, poniendo un cuidado especial en el capítulo de enseñar a aprender o, mejor, aprender a enseñar en tiempos del coronavirus.
3. El principio de conservación de movimiento y energía del alumno, se ha de validar gracias al principio de inercia. Si un estudiante va corriendo hacia la escuela con una mochila cargada de motivación, ilusión y ganas de aprender, pero tropieza con una piedra llamada sistema educativo, la mochila saldrá despedida a la misma velocidad y sentido en que corría el alumno, pero este se quedará clavado en el sitio y tardará mucho en alcanzar de nuevo esa mochila, si es que lo consigue. Hablemos con nuestros alumnos de sus motivaciones e ilusiones, relacionemos sus saberes con los nuestros, establezcamos analogías emocionales con esas pasiones que todos tuvimos y que aún perduran desde nuestra infancia y adolescencia, sigamos la inercia del entusiasmo estudiantil.
Quiero terminar hablando del tiempo en el aula. Hace un par de semanas, un alumno me dijo: “no echo de menos el insti, echo de menos a mis amigos, echo de menos aprender y no perder el tiempo cada día intentando comenzar una clase virtual durante más de media hora o hacer ejercicios repetitivos a los que encuentro sentido alguno; quiero y deseo elegir qué aprender, pero me pueden la apatía y la impaciencia” Le dije que escuchara o viese la obra de John Cage 4´33´´ (1952) interpretada por William Marx. Es una obra maestra del arte conceptual que recoge el sonido de la impaciencia de los espectadores, el volumen de incertidumbre cuando trastocan el hábito de lo cotidiano, de lo que uno presupone que escuchará en un concierto. Y esperas y esperas y allí nada se oye, sólo está el concertista pasando la partitura y el público impaciente y desconcertado. Para muchos esta pieza no es música y, sin embargo, ese tiempo
4´33´´ lo expresa todo y nada. La expectativa del ser humano, el tiempo, la impaciencia, la duda, el desconcierto, la decepción... ¡Ojalá haber podido ser Marx y vivir esa experiencia!
A raíz de esto, mi alumno me dijo que jamás se le habría ocurrido pensar que alguien hubiese podido componer el silencio y que, ahora más que nunca, le ponía nervioso porque parecía que en el silencio no pasaba el tiempo. Le pregunté si aún en silencio el tiempo pasaba o no, a lo que respondió que claro que pasaba y entonces le volví a preguntar si él pensaba que de verdad existía el silencio, a lo que me respondió: “pues, ahora que lo dices, creo que no”.
¿Habéis probado a grabar la melodía, el murmullo o el diálogo que se generan en los minutos que dura una clase? ¿Cómo fluyen o se interrumpen los pensamientos e ideas en este corto espacio de tiempo? Imaginad ahora qué se puede oír cuando los alumnos están en sus casas, escuchando la lección, el videotutorial, la videollamada, leyendo en el libro de texto la unidad didáctica correspondiente, intentando contestar los ejercicios...
Y es que se dice que hace mucho tiempo que dejaron de existir aquellas aulas generadoras de miedo y silencio castrador, pero olvidamos que seguimos manteniendo el reloj, el cronómetro y la sirena en las escuelas para fraccionar el conocimiento en intervalos de entre cuarenta y cinco a cincuenta minutos, forzando pausas e impidiendo que surjan silencios creativos muy valiosos en el saber hacer en la educación. Esos donde no existe tiempo, ruido, ni distracción; quizá sí el olvido de la consciencia física mientras que la mente y el espíritu se alzan en un fluir de energía concentrada en aquello que hacemos.
Puede que sea el momento de reflexionar sobre quienes somos los docentes y quién es el actual sistema educativo en tiempos del coronavirus pero, sobre todo, de reflexionar sobre el rumbo y la transformación del mismo, sobre quiénes queremos y debemos ser. Que iniciemos el camino hacia la mejora de la experiencia escolar para los estudiantes y la búsqueda de otros sistemas para medir el tiempo y, en definitiva, la vida. Hagamos que estos sesenta días cuenten.
¿Y vosotros que opináis del tiempo, docentes, familias y #betatesters?
Os recordamos hacer click en la imagen y descargar el test ¿quien soy en tiempos de coronavirus? para pasar un ratillo en familia observando cómo actuamos ante el confinamiento #COVID19.
コメント